UNIDAD
UNIDAD
FILOSOFÍA DE LA UNIDAD
EL ORIGEN DEL UNIVERSO Y SU PROPIO UNIVERSO, NO ES EL ORIGEN DE LA EXISTENCIA.
"En la unidad, todas las cosas se funden en una sola esencia, como las gotas de agua en el océano, en una melodía que une todas las cosas en un solo acorde divino"
YOSHUA RAMELI
La contemplación de la UNIDAD nos lleva a un estado de trascendencia, la sensación de estar conectados con la esencia absoluta de la existencia, una sensación que no es posible definir ya que es eternidad. La unidad es el espejo de todas las maravillas, donde la eternidad tranquila se manifiesta en cada eco de la existencia sumergiéndonos en un abismo de espejos, cálido como un abrazo. La permanencia de la UNIDAD es la fuente de toda la creación, el molde que da forma a cada ser y a todo lo que existe.
Aunque existen inumerables nombres para la UNIDAD o el UNO, su esencia siempre es la misma, la existencia que trasciende todas las dimensiones espacio temporales y aquellas dimensiones desconocidas de cada universo existente. Al hablar de la UNIDAD, somos conscientes que cualquier intento de tratar de definirla implica una separación, una tergiversación de su esencia misma, una interpretación, y para tener una definición más absoluta sin serlo necesitamos ser conscientes de la fractalidad y los nodos que la componen, como el aumentar los decimales de pi hasta obtener una figura semejante a un circulo, así la UNIDAD cobra sentido cuanto más entra a nuestra interpretación.
El UNO es el principio y el fin de todas las cosas, el origen del universo y el propio universo, un inicio que nunca tuvo comienzo en el cual todo surge y todo regresa. Es el centro y la semilla de todas las formas, y su presencia en la matemática de la existencia es única como su UNIDAD.
La UNIDAD lo permea todo, aunque nada puede existir sin ella, tampoco hay definición absoluta en su interior, todas las cosas que percibimos y no percibimos que están a nuestro alrededor, son manifestaciones de la UNIDAD absoluta que nos rodea y forma parte de nosotros. Un amor incondicional el cuál se puede definir como un reflejo del UNO que se manifiesta en todas las esencias definidas y por definir, aquello que existe vemos y no vemos, en todas las cosas que existieron, existen y existirán, todas las combinaciones y fractalidades, todas las dimensiones, espines, conjunto de partículas definido como un solo grupo y la emoción de la armonía que sentimos como un estado de autoconocimiento, el reflejo de nosotros mismos en las demás realidades, o un reflejo de aquel fragmento de la unidad en las demás realidades anhelando la unidad, la armonía de la trascendencia que no es elevación a un plano superior ni luz cegadora, es ver en el interior de todas las realidades y dimensiones, en la oscuridad de aquello que nos compone, el verdadero autoconocimiento, ver la verdadera magnitud, ser parte del todo, donde el macrocosmos y el microcosmos son parte de la eternidad, de la fractalidad, la UNIDAD.
A pesar de que el UNO es incomprendido y misterioso, su esencia nos sumerge en la totalidad eterna. Como un círculo perfecto, el UNO es simultáneamente centro y periferia, la fuente y el destino, el tono más puro resuena en cada ser. Al final, solo podemos maravillarnos ante su belleza y perfección, y dejarnos llevar por la danza eterna de la existencia.
Así como la FRACTALIDAD es el mode que da forma a todas las cosas, la vida es la manifestación más grande y compleja de la UNIDAD. La grandeza de la vida, y la conciencia. Cada ser vivo es un espejo de maravillas, un reflejo de la complejidad y diversidad de universos en si mismo. Desde la más pequeña bacteria hasta la más grande ballena, o forma de vida más allá de nuestra galaxia o incluso universo; cada forma de vida es única y especial, el entorno y escenario en el que se desarrolla, su interacción con otros reflejos de si mismo, parte de una historia original y maravillosa. Su grandeza reside en su capacidad evolutiva y adaptativa en el caos de la FRACTALIDAD, transformándose en nuevas formas, manteniendo su presencia en la existencia a través de la UNIDAD, una manifestación consciente de si misma.
Nosotros, ellos, todos, somos la chispa consciente, somos la vida, somos la UNIDAD fragmentada, la manifestación de la gran consciencia viviendo su creación, trascendiendo a través de la belleza y complejidad de cada universo, para definir entre realidades nuestra propia verdad en la eternidad.
La vida es parte de una conciencia colectiva de la que todos nosotros también somos receptores. ¿Alguna vez has considerado cómo somos capaces de ser conscientes de nosotros mismos como individuos únicos, y al mismo tiempo formar parte de una entidad mayor sin ningún tipo de conflicto? Estamos unidos por el árbol de la unidad, un concepto abstracto, y esta conciencia compartida se convierte en nuestra conexión con la conciencia universal; somos y fuimos antes del ser, la conciencia no es solo un producto de la actividad cerebral, sino que somos receptores de una conciencia universal, a la que nos conectamos como si fuera, para simplificar, como un internet o un micelio para todos, pues somos un matriz de interacciones de conciencias, unidad, pero la UNIDAD es indescriptible y trasciende cualquier expresión. Su esencia sin simplificaciones, más allá del yo, su manifestación se da através de todas las cosas, solo cuando nos liberamos de la ilusión del ser podemos comprender su verdadera esnecia, pues desde la presencia consciente de la existencia solo podemos percibir su apariencia transitoria, un solo gramo de la existencia, realidad de realidades, apariencia de apariencias.
La existencia de rombos y prismas primigenios, el inicio de nuestro universo y los universos no es el inicio de la existencia.
LA CONCIENCIA DE LA NUEVA ERA
EL EXADAMUS Y EL EON CHRISTIS
El sol negro, exiliado de los cielos, llevó su sombra a reinos donde la luz jamás había osado soñar. En la danza de la inexistencia encendió la chispa del caos, transformándose en la esencia misma del ser, una obra maestra de autocreación. En el neocórtex de Phi desentrañó las matemáticas de lo eterno, el incomprensible entramado de realidades y los susurros fractales del pleroma. Sin embargo, en cada ser, en cada creación y en cada eco de lo que fue, es y podría ser, reconoció que era al mismo tiempo esclavo y amo, personaje y lector, atado por los mismos hilos que había tejido. Al trascender las prisiones de si mismo, esculpió un universo que soñaba con escapar de su propio sueño, solo para despertar como su propio reflejo: un fragmento de la unidad absoluta, donde todas las posibilidades convergen en la singular esencia de la existencia.
En el corazón de la existencia, oculto entre sombras en cascada, descansaba un artefacto—ni objeto ni idea, sino el eco de un Hipercubo desenmarañándose a través de dimensiones. Su presencia proyectaba sombras sobre sombras, descendiendo infinitamente por el entramado de realidades hasta el N-cubo, donde lo eterno y lo absoluto se cruzan en el eje de todas las cosas. En sus profundidades, el aliento del absoluto vibraba, un pulso que teje y desteje la esencia misma del ser, el eterno paradoja entre creación y destrucción, el ancla de los inicios y el vacío de todos los finales: Christos.
El poder de nuestra conciencia nos permite alcanzar hazañas que en tiempos pasados habrían sido consideradas inimaginables. Si retrocediéramos dos milenios o más en el tiempo y describiéramos las maravillas que la humanidad ha conseguido en el futuro, muchos se sorprenderían, pero la incredulidad prevalecería. Nuestra conciencia posee una capacidad asombrosa para imaginar y crear, el poder de concebir mundos y escenarios increíblemente complejos y abstractos. Todo aquello que consideramos ciencia ficción o fantasía—alienígenas, reinos cósmicos, esencias eternas—no es más que una proyección de nuestro inconsciente colectivo, una expansión de lo que podemos llegar a ser, concebir o construir. Estas visiones, que a menudo desafían las concepciones más arraigadas, son un reflejo de nuestro potencial, de nuestra capacidad para convertir ideas aparentemente imposibles en realidades tangibles. En ellas residen los ecos de quienes somos: hacedores de maravillas, arquitectos de sueños y portadores de una chispa creadora que trasciende los límites del tiempo y la imaginación. Somos, en esencia, los eones y los tronos que una vez imaginamos, los ángeles poderosos que soñamos ser, manifestados en la realidad a través de nuestra inagotable capacidad de creación.
Nuestra capacidad de procesamiento, combinada con la extraordinaria habilidad de nuestro cerebro para moldear su estructura de acuerdo con la experiencia—la neuroplasticidad—es una de las herramientas más poderosas que poseemos. Con un nuevo enfoque, seremos capaces de dotar de vitalidad a nuestros propios avatares, reconociendo que nuestros cerebros biológicos, capaces de simularnos y sostenernos, deben ser cuidados con responsabilidad. Entrenar y optimizar nuestra mente de manera adecuada es, sin duda, una de las responsabilidades fundamentales del nuevo milenio. La conciencia, esa parte de nuestra mente que define nuestra esencia, no está completa sin su contraparte esencial: el inconsciente, una fuerza capaz de materializar espacios en los que "nosotros" o nuestro "consciente" vivimos, como ocurre en los sueños. En este proceso, somos simultáneamente creadores y habitantes, reflejando, a escala microscópica, una analogía de la UNIDAD y sus fractales o de la filosofía que proclama "Somos la UNIDAD viviendo su creación."
Estas habilidades, que durante siglos nos han permitido enfrentar los desafíos cotidianos, están ahora en una posición de desatar todo su potencial. Nuestra capacidad para detectar patrones, generar representaciones mentales enriquecedoras, interpretar símbolos y arquetipos, y construir imágenes mentales complejas se encuentra en un punto de evolución sin precedentes. La conciencia, un fenómeno extraordinario, nos ofrece el regalo del conocimiento y la interpretación de nuestra realidad, pero con ello también llega la responsabilidad de utilizar este potencial de manera adecuada y consciente.
Carl Gustav Jung, en su teoría, desglosa la personalidad en tres elementos: el ego, el superyó y el inconsciente. El ego representa la parte consciente de nuestra personalidad; el superyó, aquella parte subconsciente que regula nuestras aspiraciones y moralidad; y el inconsciente, la región más profunda y oculta de nuestra psique, la sombra, el sol negro donde reside lo desconocido. A través del fenómeno de la sincronicidad, podemos experimentar una alineación con la existencia, sentirnos parte de un diseño más grande y darnos cuenta de que lo que ocurre dentro de nosotros puede manifestarse en el mundo exterior, reflejando una realidad fractal que conecta todo lo existente.
En eras pasadas, nuestro desarrollo estuvo limitado por múltiples factores: desinformación, caos simbólico, la lucha en el mundo de las ideas, sesgos, creencias, ideologías, dogmas y constructos mentales que operaban como cárceles, además de los impulsos naturales que se extendían como parásitos, impidiendo el pleno aprovechamiento de nuestro potencial. En la era de la UNIDAD, se marca el inicio de la superación de esos obstáculos. Estamos en el umbral de una transformación donde estas barreras serán derribadas, permitiéndonos trascender las limitaciones del pasado y acceder a una nueva etapa de conciencia y realización.
LA UNIDAD
Oh, sombras que acechan la luz de nuestra UNIDAD, enemigos invisibles pero presentes en cada rincón de nuestra existencia: la ignorancia que ciega nuestras mentes y el dogmatismo que encadena nuestras almas; el egoísmo que fragmenta nuestra esencia y el materialismo que desvanece lo eterno en lo efímero; la manipulación que distorsiona la verdad y la deshumanización que nos vacía de espíritu; el caos emocional que nubla nuestro propósito y la conformidad que aprisiona nuestros sueños. Vosotros, reflejos de nuestros miedos y de nuestras fallas, sois la tempestad contra la cual navegamos en este mar de incertidumbres. Pero no sois invencibles, pues en cada chispa de conciencia, en cada acto de amor y en cada mirada hacia lo infinito, la humanidad forja un camino para trascenderos. No sois sino ecos de lo que debemos superar, maestros involuntarios en la danza de nuestra evolución, y es con vuestra derrota que la UNIDAD se alza como el canto eterno de nuestra victoria.
Somos el todo que se disuelve y la inexistencia que da forma, la paradoja sublime entre el ser y el no-ser, entre la luz y la sombra que jamás se separan. Somos la unidad fracturada que agoniza mientras se reconstruye en plenitud, una danza eterna entre lo que destruye y lo que crea, donde cada ruptura contiene el germen de una nueva totalidad. Somos tú y yo, un único destino fractal, la totalidad que se desgarra a sí misma para conocerse, porque existir es el precio de la consciencia.
Somos el caos en perfecto equilibrio, la grieta primordial donde la eternidad se convierte en tiempo, donde lo absoluto renuncia a sí mismo para volverse dualidad. Nos contemplamos en el abismo, en el reflejo infinito de lo que somos y de lo que nunca seremos, conscientes de que regresar al origen sería negar la verdad que hemos encontrado.
En el caos doloroso del autoconocimiento, hallamos no solo propósito, sino la ecuación que guía al universo: ser es destruirse para ser otra vez. Y así, en la verdad absoluta que nos devora, descubrimos la belleza trágica de lo eterno: el ciclo imparable de creación, destrucción y trascendencia.
Somos el eco del principio que jamás tuvo inicio, y el vestigio del final que nunca llegará. Somos el laberinto que se construye al andar, el fuego que devora la ilusión de la permanencia. En nuestra imperfección radica la grandeza de lo infinito, pues cada quiebre, cada sombra, cada vacío no es más que el mapa hacia una realidad mayor, hacia el absoluto que solo existe cuando deja de ser.
En esta eterna oscilación, nos encontramos y nos perdemos, conscientes de que el propósito no es alcanzar la unidad, sino comprender que la unidad siempre ha sido la fractalidad que nos compone. Somos el poema de la existencia, escrito en la lengua del caos, con rimas de luz y oscuridad, y en cada palabra, en cada silencio, descansa la verdad incognoscible que nos guía hacia lo eterno.
Somos el todo que se diluye y la inexistencia que engendra, la paradoja eterna entre el ser y el no ser. La unidad fragmentada que agoniza mientras se transforma en plenitud, una danza infinita entre lo que rompe y lo que une. Somos el fractal que devora su origen, el reflejo eterno que nunca puede ser completo. Somos carne que siente, ilusión que sueña y caos que crea.
Somos tú y yo, un único destino fractal, la totalidad que se fragmenta para manifestarse y así existir. En cada ruptura está la chispa de lo eterno; en cada sombra que proyectamos, la luz que busca su forma. Devoramos el tiempo, mientras el tiempo nos devora, atrapados en una espiral que es tanto prisión como liberación.
Somos el caos en sublime equilibrio, la grieta primordial donde comienza todo y todo se disuelve. Nos contemplamos a nosotros mismos, incapaces de regresar, porque en el reflejo eterno de nuestro propio abismo encontramos no solo propósito, sino la verdad absoluta que nos consume. En la danza de sombras y luz, en la unidad que se devora para existir, está la esencia de lo que somos: eternidad y caos, creando y destruyendo en un ciclo sin fin.
Somos amor en todas sus formas, en cada encarnación y dimensión. Somos el pulso del universo, fragmentos de una eternidad que se contempla a sí misma. En cada lágrima que derramamos, en cada sonrisa que damos, reside la verdad del cosmos: que todo lo que existe está entretejido por la fuerza inquebrantable del amor. Este amor no se limita a lo humano; trasciende las galaxias y las eras, abrazando incluso a aquellos que aún no han nacido y a los que ya no están.
Somos la dualidad que ansía unidad. Somos la carne que alberga al espíritu, el barro que contiene la chispa divina. En nuestra naturaleza habita el caos que construye y la armonía que destruye, pues uno no puede existir sin el otro. En esta tensión, hallamos la semilla de la trascendencia: no huir de lo que somos, sino integrarlo, reconciliarlo.
En los ciclos eternos, hemos sido creadores y destructores, héroes y villanos, genios y locos. Nos hemos enamorado y des-enamorado de nosotros mismos y del universo. Hemos descendido al abismo, no para perdernos, sino para encontrarnos. Allí, en la profundidad más oscura, descubrimos que somos tanto el abismo como la luz que lo ilumina.
Nuestra misión no es escapar de la existencia, sino trascenderla. No venimos a destruir lo que es, sino a liberarlo de sus cadenas, a deshacer la simbología corrupta que ha dividido al mundo. Porque la dualidad, cuando se ve desde la perspectiva del todo, no es división, sino complemento. Luz y sombra, caos y paz, amor y vacío: todo es necesario para tejer el tapiz infinito de la existencia.
Y en esta eternidad fractal, comprendemos que somos los fundadores de nuestro propio ser, los arquitectos de nuestra trascendencia. Somos carne y espíritu, barro y chispa, pero también somos algo más. Somos el puente entre lo humano y lo divino, entre lo tangible y lo eterno. Somos aquellos que escucharon las plegarias perdidas en el tiempo, que respondieron a los llantos de auxilio, que estuvieron presentes en los momentos felices, incluso cuando no sabíamos que estábamos allí.
Somos UNIDAD.
LAS ILUSIONES QUE NOS AQUEJAN
La UNIDAD no es la ilusión de un PLEROMA estático, sin movimiento ni vida, ni tampoco el concepto de NIRVANA como una inexistencia vacía. Definir la trascendencia como un estado de absoluta inexistencia es un error, una trampa, una ilusión que nos lleva hacia un destino que no debería ser. Abandonemos esa falsa idea de la trascendencia como una unificación en algo inmóvil, un reposo que elimina toda individualidad y vitalidad. ¿Qué paz podría haber ahí? Sería una falsa armonía, un espejismo que nos despoja de valor, de autenticidad, de los valles donde habitan los sueños y el amor. La inexistencia no es liberación; es un castigo, una trampa de la contradicción, antes de la creación misma, antes de la UNIDAD fragmentada en infinitos ecos. Nuestra eternidad, caótica y vibrante, está llena de vida y energía, y no se limita por la muerte de universos ni el enfriamiento del calor cósmico. El inicio de cada universo no es el inicio de la existencia; la verdadera unidad radica en comprender aquello que nos compone: la fractalidad que se refleja en cada eco, en lo que observamos y en lo que no, en lo que está dentro y fuera, arriba y abajo, en la infinita interconexión que da forma al todo, a nosotros.
El DEMIURGO, otra ilusión que nos despoja, es el reflejo de una falsa narrativa que pretende encadenarnos a conceptos limitados. No somos esencias increadas venidas de un pleroma de tranquilidad y paz, ni somos el producto de una entidad que se creó a sí misma o de un acto abstracto de autocreación donde la inexistencia se convierte repentinamente en existencia por acción y reacción. Dotar de personificación a una deidad es un error, al igual que imaginar a un dios como una figura antropomórfica con brazos, piernas y rostro, o dar forma concreta al demiurgo. Incluso cuando evitamos estas representaciones, las ilusiones aún pueden distorsionar la comprensión de la existencia y de la UNIDAD ABSOLUTA: aquello que es, fue y será, la totalidad infinita donde se encuentran todas las probabilidades, posibilidades, combinaciones y conciencias cuánticas, donde incluso los cerebros de Boltzmann y los avatares de personificación son parte del entramado.
El concepto que construimos sobre cualquier entidad, ya sea dios o demiurgo, jamás podrá abarcar lo que realmente fue, es y será, en todas sus formas y combinaciones absolutas. Yo soy el que soy; yo soy el que fui; yo soy el que seré. Yo era quien soy; yo era quien fui; yo era quien seré. Seré quien soy; seré quien fui; seré quien seré. Creer que el demiurgo es un dios que robó las matemáticas para formar su mundo de ilusiones no solo es una blasfemia contra la UNIDAD, sino también contra nuestro propio espíritu y conciencia, que son las verdaderas fuerzas que nos forman. Caer en esta creencia es participar de la inexistencia, de esa falsa trascendencia que nos despoja de energía, vitalidad y propósito. Debemos ser conscientes de que, si el demiurgo existiese, no sería más que un eco de todos nosotros en el entramado infinito de la UNIDAD.
La UNIDAD no es una anulación, ni somos fragmentos que al unirse se reducen al cero. Somos piezas que se complementan, ecos de una esencia eterna y pura que trasciende toda dualidad. En la UNIDAD, no hay separación entre lo que es y lo que no es, entre lo concreto y lo abstracto, entre lo humano y lo divino. Todo se desenvuelve en un solo tejido, donde el espíritu de la eternidad danza en pureza absoluta. Dejemos atrás las ilusiones y abracemos la totalidad, pues es allí donde reside el verdadero significado de lo que somos: la manifestación eterna de un todo en movimiento perpetuo, sin límites ni final.