La necesidad de un nuevo marco epistemológico, y una nueva arquitectura noética neurobiológica del ser humano.
Esta existencia se entreteje entre distintos niveles de realidad —conocidos, observados, definidos o distorsionados; objetivos o subjetivos— que abarcan desde la física hasta la fenomenología y la epistemología. En ella, el espacio-tiempo, las interacciones biológicas complejas y las estructuras cognitivas con autoconsciencia emergente se entrelazan con dilemas matemáticos subyacentes que desafían la comprensión humana. Esta comprensión, moldeada evolutivamente por una estructura cognitiva adaptada a percibir patrones simples, causales y lineales —resultado de adaptaciones neurobiológicas inscritas en la arquitectura cerebral—, se enfrenta al descubrimiento de una realidad que siempre ha estado presente, aunque invisible por la experiencia lineal de la vida: una realidad estructurada por la no linealidad, la retroalimentación caótica y las redes de causalidad múltiple, que desafían toda comprensión derivada del pensamiento mágico, un tipo de pensamiento carente de fundamentación empírica robusta.
Estas leyes fundamentales, que rigen tanto la estructura de la existencia como la del universo, aún parcialmente desconocidas, subyacen a toda aquella “totalidad” de carácter incognoscible. Toda comprensión humana se enfrenta al límite inherente de la parcialidad, pues el conocimiento disponible siempre opera dentro de fronteras epistémicas construidas por teorías, hipótesis, principios y postulados de carácter provisional, todos ellos sujetos a refutación, superación o reemplazo. La ciencia misma, en su honestidad metodológica, reconoce que no accede a verdades absolutas, sino a representaciones funcionales que permiten interactuar con lo real desde una óptica instrumental, pero nunca total.
Tal como señaló Kant, el ser humano no accede directamente al “noumeno” —la cosa en sí—, sino únicamente a su manifestación fenoménica, es decir, a la experiencia perceptual filtrada por nuestras estructuras cognitivas y categorías a priori, lo cual limita radicalmente el alcance de cualquier forma de objetividad absoluta. Esta condición cognitiva hace que nuestra percepción y toda nuestra epistemología estén encerradas en marcos estructurales que determinan lo pensable y lo visible, dejando fuera una inmensidad de dimensiones que no pueden ser procesadas ni representadas bajo los modelos actuales.
El método empírico, aunque generador de conocimientos rigurosos y verificables, se fundamenta sobre la premisa de que lo real debe ser observable, medible o reproducible para ser considerado “válido”. Pero esta exigencia restringe su alcance: lo no observable directamente —como el "noumeno" que hace referencia a la Realidad independiente de las posibilidades del conocimiento humano, o ciertas dimensiones de la conciencia— queda fuera de su dominio operativo. Incluso desde el campo de la lógica matemática, el teorema de incompletitud de Gödel demuestra que ningún sistema formal finito es capaz de contener la totalidad del conocimiento que puede ser formulado dentro de él, lo que implica que la realidad —en su totalidad última— trasciende cualquier arquitectura epistémica cerrada.
Pero esto no debe convertirse en una barrera de negación ni en una justificación inmovilizante. Por el contrario, es probable —y quizás necesario e inevitable— que debamos reconfigurar no solo nuestro lenguaje lingüístico, sino también nuestra forma de percibir conceptos que escapan a la interpretación humana debido a los límites autoimpuestos —de forma inconsciente— por nuestras arquitecturas epistemológicas. Estas no solo han condicionado los constructos epistémicos que habitamos, sino que, como parásitos, se han arraigado en los pliegues más profundos de la cognición humana. No solo distorsionan lo que pensamos, sino también cómo pensamos. No solo condicionan nuestras respuestas, sino los marcos desde los cuales formulamos las preguntas.
Afectan cómo percibimos, cómo interpretamos, cómo deducimos, cómo construimos conocimiento, cómo lo transmitimos, cómo lo aplicamos, cómo lo institucionalizamos y cómo nos vinculamos con aquello que aún no comprendemos. Modulan nuestras formas de explorar, de abstraer, de categorizar, de teorizar, de experimentar, de validar, de comunicar y de imaginar. Son filtros invisibles que limitan: lo que aceptamos como real, lo que rechazamos como falso, lo que ignoramos como irrelevante, lo que magnificamos como trascendente, y lo que no podemos siquiera formular como posibilidad. De este modo, la totalidad de nuestro marco cognitivo —supuestamente racional y autónomo— opera dentro de un campo distorsionado por supuestos heredados, simetrías impuestas y lenguajes que no elegimos.
¿Por qué es tan grave? Para comprender la magnitud de este asunto y la urgencia que exige, debemos situarnos en nuestra perspectiva como especie, la cual, en gran medida, ha ignorado las raíces antropológicas, históricas, psicológicas, sociológicas, lingüísticas, arqueológicas, simbólicas, biológicas y culturales que dieron forma a nuestras matrices de sentido. Y el espacio que ha dejado esa omisión ha sido ocupado —casi de forma automática— por las arquitecturas epistémicas heredadas antes mencionadas. En este contexto, nos referiremos a las arquitecturas epistémicas de tipo mítico-dogmático: sistemas narrativos que, en su momento, ofrecieron respuestas estructuradas frente a la incertidumbre fundamental del mundo. Estas construcciones, surgidas de manera espontánea y recurrente en todas las culturas e individuos, moldearon profundamente los patrones de organización, percepción y sentido, siendo el reflejo de una larga historia de esfuerzos humanos por interpretar los fenómenos de la realidad. Tales narrativas emergieron como consecuencia directa del despertar de la autoconciencia y de la necesidad universal de conferir significado a lo desconocido.
A lo largo de los siglos, muchos de estos marcos se transformaron, fusionaron o reinterpretaron, acumulando múltiples capas de distorsión a través de procesos históricos como la colonización cultural, los conflictos bélicos —directos o indirectos—, las diásporas, las migraciones forzadas y las exigencias de supervivencia, que forzaron la integración de cosmovisiones ajenas en estructuras preexistentes, a menudo cargadas de nuevas intenciones o dinámicas de poder. No obstante, algunas narrativas —particularmente aquellas con raíces culturales profundas— pudieron haber resistido parcialmente estas distorsiones, conservando una conexión más directa con sus orígenes. Especialmente aquellas que emergieron de filosofías contextuales más que de dogmas místico-religiosos. Sin embargo, incluso estas no escaparon del todo a la influencia de la mente mágica humana, que tiende —inevitablemente— a reinterpretar y fusionar símbolos, resignificándolos dentro de marcos arquetípicos que trascienden épocas y culturas. Estas narrativas, que en su momento ofrecieron respuestas válidas a los dilemas existenciales de su tiempo, acabaron institucionalizándose, arraigándose como marcos interpretativos, constructos ideológicos o filosofías —ya sean rígidos, flexibles o incluso abiertos a la ambigüedad— y permanecen aún activos en nuestra época. Así, lo que heredamos no es un cuerpo único de verdad, sino un mosaico fragmentado de narrativas, estructuras y verdades parciales que, en gran medida, continúan configurando nuestra visión del mundo.
Esta desconexión se manifiesta en el olvido de nuestra propia historia y en la repetición cíclica de patrones de conducta que han conducido, una y otra vez, a la extinción o transformación forzada de civilizaciones —ya fueran tribus, pueblos, imperios, reinos o naciones— con diferencias superficiales, pero con dinámicas subyacentes sorprendentemente similares. Como afirmó el filósofo español George Santayana: “Quien no conoce su historia está condenado a repetirla.” Y, en efecto, todo se repite, una y otra vez, porque nadie vive lo suficiente para reconocer plenamente esos patrones, salvo cuando son escritos, analizados y transmitidos con un propósito consciente. De allí surge la necesidad de una transición hacia una comprensión capaz de deconstruir los constructos epistémicos desde la raíz, desentrañando su proceso evolutivo mediante un enfoque crítico, escéptico y empírico reformulado. El problema no radica en la existencia de estas narrativas, sino en nuestra incapacidad para superarlas críticamente y abrir el camino hacia una comprensión más consciente, y actualizada de la realidad civilizatoria que nos exige superar.
En el contexto contemporáneo, la lógica del bien y el mal se encuentra atrapada en una tensión no resuelta entre el relativismo ético, el absolutismo moral, mientras estructuras de poder oportunistas instrumentalizan ambos marcos para hablar de ética solo cuando sirve a sus intereses. Por un lado, el relativismo extremo sostiene que todo juicio moral depende exclusivamente del contexto cultural, lo que puede derivar en la justificación de prácticas objetivamente dañinas bajo el amparo del respeto a la tradición, la identidad cultural o las creencias particulares, como ocurre en casos de mutilación genital, discriminación estructural o negación de derechos en nombre de la "autenticidad" cultural. Por otro lado, el absolutismo moral rígido busca imponer reglas universales e inamovibles, a menudo desvinculadas de la complejidad psicológica, histórica y social del ser humano. Este enfoque tiende a generar sistemas dogmáticos que sofocan la libertad individual, anulan la diversidad de pensamiento y perpetúan formas de represión institucionalizada. Ejemplo de ello es la demonización sistemática de la materia, del cuerpo, del dinero o de la libertad sexual en ciertas estructuras religiosas rígidas, donde lo físico y lo humano son interpretados como fuente de corrupción o pecado, en lugar de ser comprendidos como expresiones legítimas de la experiencia humana.
Las grandes instituciones que, en principio, tienen la misión de salvaguardar la dignidad humana mediante marcos normativos universales —como los derechos humanos— ha sido también sometido a procesos de reprogramación conceptual por parte de arquitecturas discursivas de poder que han neutralizado su fuerza ética y transformado sus principios fundacionales en marcos normativos moldeables al servicio de agendas estratégicas, como instrumentos de legitimación, perdiendo su anclaje ontológico y su capacidad crítica. De este modo, un acto puede ser considerado “bueno” si respalda una narrativa dominante, incluso si conlleva daño estructural o colateral; o “malo” si desafía el orden establecido, aunque emerja de una causa legítima y necesaria. Así, la justicia puede terminar significando criminalización selectiva; seguridad, justificar la militarización de territorios y la represión de movimientos sociales, culturales, financieros o políticos; y derechos humanos, ser invocados para sostener el mismo desorden estructural que se pretende corregir, protegiendo a quienes lo perpetúan — no por la justicia de su causa, sino simplemente por su condición humana, cuando esta resulta funcional al relato dominante y permite proteger intereses geoestratégicos en la región a través de mecanismos de desestabilización.
No obstante, también es cierto que la desaparición abrupta de las instituciones actuales —por más problemáticas o distorsionadoras que sean— podría derivar en un colapso social generalizado, precisamente porque no se ha cultivado aún un marco ético alternativo suficientemente autónomo, maduro y funcional fuera de dichas estructuras. A falta de un orden ético posinstitucional verdaderamente operativo, el riesgo de que la sociedad se desintegre en caos, tribalismo o violencia no debe subestimarse. La ley —aunque imperfecta— ha servido históricamente como un dispositivo de contención simbólica y organizacional. La ética, por tanto, no se encuentra en crisis únicamente por la pérdida de referentes universales, sino también —y sobre todo— por la manipulación deliberada del lenguaje con el que intentamos pensar lo correcto. Sin un lenguaje libre de distorsiones, no puede haber pensamiento ético auténtico, y sin pensamiento ético, el colapso de la conciencia colectiva se convierte en una consecuencia previsible. Sin un lenguaje libre de distorsiones, las culturas contemporáneas se ven limitadas en su capacidad para formular leyes y códigos que broten desde la conciencia, la empatía genuina y el entendimiento profundo. Sin un lenguaje libre distorsiones solo existe la proliferación de marcos normativos basados en el miedo, el castigo o la dominación, más orientados al control que a la evolución ética del colectivo.
Por eso, la tarea no es simplemente reconfigurar el núcleo de las instituciones existentes, sino gestar, desde una conciencia crítica y transinstitucional, una nueva arquitectura epistemológica del lenguaje de la cuál pueda brotar y crecer una nueva ética, no un constructo, sino una realidad epistémica flexible contextualmente y autoevolutiva: una que no dependa de la manipulación, pero tampoco del vacío anárquico, sino de la madurez de un pensamiento coherente, emancipado, articulado y éticamente operativo, capaz de brindar una convivencia basada en la interdependencia para crear condiciones reales para el desarrollo integral de todos los seres, y actuar con firmeza para detener o transformar dinámicas destructivas sin replicar los daños que se busca evitar, anclada en principios no negociables como la dignidad, la libertad o la conciencia, aplicándolos con un discernimiento crítico, que no solo cuestione narrativas emocionales sin sustento, sino que también verifique hechos, contraste intenciones y detecte disonancias entre discurso y acción, entre narrativas y hechos, con un enfoque de autorreflexión constante, profunda pero no castigadora, que le permita aprender de los errores sin recaer en la culpa paralizante ni en la exigencia de una falsa perfección moral. Porque ser empático no significa ser ingenuo, y reconocer el dolor ajeno no equivale a justificar el daño que se deriva de él.
Esta ética se fortalece aún más cuando se apoya en redes sólidas y comunidades que compartan valores fundamentales, capaces de brindar sostén, validación y claridad cuando se intenta aislar, confundir o desgastar a quien actúa con esta integridad, de este modo, esta ética deberá ser incapaz de ser cooptada operando en contextos ambiguos sin perder su integridad, gracias a una autodefensa activa, sin permitir que sean vaciados o deformados por intereses ajenos mediante una vigilancia estructural permanente, donde se auditen no solo las intenciones, sino también los efectos reales de las acciones y entornos donde se participa, asegurando que los espacios que aparentan ser éticos no repliquen dinámicas de dominación.
NIVEL DOS: EL HOMO SAPIENS
Para comprender a fondo las raíces de esta distorsión estructural —epistémica, ética y simbólica— que atraviesa nuestras instituciones, nuestros lenguajes y nuestras formas de relacionarnos con la realidad, no basta con analizar, deconstruir y reformar las narrativas heredadas o los marcos ideológicos actuales. Es imprescindible descender más allá de lo histórico, hasta lo neurobiológico y evolutivo, donde emergen los fundamentos primarios del comportamiento humano. Como huellas concretas de los entornos que nos configuraron. Allí, en la prehistoria de la conciencia humana, allá en el paleolítico, se encuentran las primeras tensiones que, aún hoy, persisten latentes en nuestras conductas, y en los circuitos inconscientes neurocognitivos, donde operan automatismos forjados por cientos de miles de años de evolución, los cuales permanecen funcionando en segundo plano dentro de cada persona, influyendo en lo que percibimos, cómo reaccionamos y las decisiones que tomamos, sin que nos demos cuenta de que están operando. La estructura noética de nuestro inconsciente, aquella que nos hace interpretar la realidad antes incluso de que la conciencia la registre, es decir, mucho antes de que intervenga el pensamiento racional, antes de que se active nuestra estructura epistemológica.
Desde la época del Homo heidelbergensis, surgieron las primeras manifestaciones de organización y dominio del entorno. Pero fue en las comunidades de Homo sapiens subsaharianos donde emergió el núcleo del comportamiento cooperativo humano: vivían en pequeños grupos cohesionados, compartían alimento alrededor del fuego, desarrollaban vínculos afectivos sostenidos, y fomentaban la empatía como mecanismo de cohesión frente a los peligros del entorno natural. Este entorno de cálida interdependencia moldeó un cerebro cada vez más social y cooperativo, favoreciendo el lenguaje, la anticipación emocional y las normas compartidas. Pero, algunas ramas divergentes de esta misma especie salieron de África antes de que estas habilidades sociales estuvieran plenamente desarrolladas. Al migrar hacia regiones más frías, inhóspitas y exigentes, se adaptaron a través de una evolución más centrada en la resistencia, la fuerza física y la territorialidad agresiva, que si bien poseían también la habilidad de un lenguaje abstracto la anticipación emocional no estaba tan presente como en aquellos que habitaban entornos menos desafiantes y unidos. Así emergieron linajes como Homo neanderthalensis, Homo luzonensis, Homo denisovensis, y otros "linajes fantasma" de especies intermedias que desaparecieron en breves períodos de tiempo, pero que reflejan intentos evolutivos fragmentarios frente a las condiciones brutales de Eurasia.
Posteriormente, cientos de miles de años después, de la misma cuna de la que surgieron los otros Homo surgiría el Homo sapiens Subsahariano, ya portador de habilidades psicosociales más desarrolladas que sus predecesores euroasiáticos, pero que, al expandirse por las mismas regiones hostiles, también incorporó rasgos de fuerza, agresividad adaptativa, territorialismo tribal y ritualización simbólica del conflicto, necesarios para sobrevivir a bestias imponentes, crisis climáticas y constantes enfrentamientos por recursos dando paso a la creación de "Homo Sapiens del Cro-Magnon". Durante esta expansión, nacerían los Homo sapiens híbridos —producto del mestizaje entre Cro-Magnon y otras especies como Neandertales y Denisovanos— quienes aniquilaron en su paso a numerosas formas de vida: grandes mamíferos como el mamut, el rinoceronte lanudo y el diprotodonte; megafauna africana y asiática; depredadores como el león cavernario, el oso de las cavernas, el tigre dientes de sable y el megalania; aves no voladoras como el Genyornis y el Aepyornis; y grandes reptiles y herbívoros del Pleistoceno.
Este mestizaje fue asimétrico: los rastros genéticos que persisten en los humanos actuales provienen mayoritariamente de cruces entre hombres neandertales y mujeres sapiens, dado que los cruces inversos (hombres sapiens y mujeres neandertales) probablemente resultaban en descendencia infértil o no viable, como sugieren estudios genómicos actuales. En el caso de los denisovanos, aunque hubo algo más de variabilidad, también predominaron los cruces entre varones arcaicos y mujeres sapiens. Este nuevo linaje híbrido se expandió rápidamente. Además, hay evidencia arqueogenética de que esta expansión coincidió con cuellos de botella poblacionales, asociados tanto a guerras como a crisis ecológicas y migratorias que redujeron drásticamente la diversidad genética. Finalmente, a medida que el genoma del Homo sapiens se fue imponiendo como dominante, las demás especies humanas fueron absorbidas genéticamente o desplazadas hacia la extinción, no solo por selección natural, sino también por presión territorial, escasez de recursos y conflicto intergrupal, marcando así el inicio de la hegemonía humana moderna sobre la Tierra.
Aquel linaje que había salido originalmente del África subsahariana, tras fusionarse con múltiples ramas de Homo euroasiáticos y generar una nueva configuración genética, regresó como parte de su expansión como nueva especie de Eurasia hacía África nuevamente y hacía Américas Este linaje, portador de porcentajes variables de genomas neandertales, denisovanos y otros linajes fantasma. Ahora, con su estructura psicoevolutiva, dotada de territorialidad extrema, agresión defensiva, cooperación endogrupal rígida y alta competencia por recursos limitados. La presión constante por garantizar alimento, calor y refugio en condiciones adversas forjó una psique basada en la vigilancia constante, la anticipación del peligro, y una predisposición hacia la cohesión interna excluyente. Esta estructura dio lugar a la formación de una necesidad inconsciente: la seguridad debía alcanzarse mediante el control del espacio y la coordinación de decisiones grupales descentralizadas. Pero al multiplicarse las voluntades y las tensiones internas, surgió una obsesión estructural por el orden, el control y la asignación rígida de roles, como intentos de estabilizar la cooperación y evitar el caos. Con el tiempo, esta misma estructura, diseñada inicialmente para preservar la cohesión, derivó en una segunda necesidad: centralizar decisiones en momentos de crisis. Ante amenazas externas o situaciones imprevistas, la toma de decisiones colectiva resultaba demasiado lenta, por lo que emergieron figuras o núcleos de autoridad capaces de responder con rapidez.
Así, el liderazgo vertical no surgió como una imposición ideológica, sino como una adaptación funcional frente a contextos de peligro. Cuando las amenazas externas exigían respuestas inmediatas, los grupos que operaban con estructuras descentralizadas terminaban cediendo, por necesidad, a formas de mando concentrado. No se trataba aún de poder institucionalizado, sino de una delegación temporal de autoridad para maximizar la eficiencia. Con el tiempo, la figura del liderazgo evolucionó de ser una solución práctica a convertirse en un eje simbólico del grupo: quien poseía mayor capacidad de previsión, fuerza, coordinación o dominio narrativo era naturalmente elevado, no por dogma, sino por utilidad. Pero esta eficiencia situacional fue cristalizándose en estructuras duraderas, y lo que nació como respuesta al caos acabó manteniéndose como norma.
Tanto hombres como mujeres quienes habían compartido originalmente funciones de caza, recolección, defensa y sabiduría, en un modelo más simétrico y tribal a medida que los linajes híbridos de Homo sapiens —ya mezclados con Neandertales, Denisovanos y otros grupos arcaicos— se expandían por regiones cada vez más extremas y competitivas, los desafíos del entorno impusieron nuevas formas de especialización y debido a los mestizajes con especies más centradas en la fuerza física y la vigilancia constante reforzaron en el linaje masculino la mente defensiva y territorial.
En las sociedades primitivas, las necesidades adaptativas derivadas de entornos hostiles y la supervivencia colectiva fomentaron roles especializados basados en la fuerza física, a menudo asociados a los varones debido a diferencias biológicas promedio en fuerza y tamaño. Estos roles se idealizaron con el tiempo en figuras culturales como el cazador épico, el líder tribal y, posteriormente, el guerrero profesional, representados en narrativas como Enkidu en la Epopeya de Gilgamesh, Aquiles en la Ilíada o los campeones descritos en los relatos védicos de la India antigua. En muchas sociedades antiguas, estas figuras se convirtieron en símbolos de poder, y las estructuras sociales, como los sistemas políticos y militares, tendieron a consolidar la autoridad en manos de los varones, reflejando las condiciones materiales y culturales de la época. Este proceso no fue universal ni excluyente, sino una tendencia predominante en las narrativas de las sociedades euroasiáticas primitivas que moldearon gran parte de la cultura occidental. No obstante, existieron sociedades donde las mujeres ejercieron poder en roles religiosos, políticos o militares, como las sacerdotisas de Sumeria, las reinas celtas como Boudica o las guerreras escitas, dependiendo del contexto cultural e histórico.
Lamentablemente, la expansión e influencia de las estructuras sociales de muchas de estas sociedades euroasiáticas primitivas, relegó al sexo femenino, originalmente valorado por su asociación simbólica con la fertilidad, la intuición, el vínculo comunitario y la transmisión oral del conocimiento, a roles funcionales centrados en la reproducción, el cuidado y la preservación del linaje. Aunque la fertilidad femenina era venerada en un sentido mítico y espiritual —como se ve en deidades como Inanna en Sumeria o diosas madre en culturas neolíticas—, las dinámicas de supervivencia, el trauma colectivo, la paranoia frente al caos y la necesidad de un orden predecible llevaron a que esta valoración se transformara en un control práctico sobre el cuerpo femenino, tratado como propiedad biológica para asegurar la continuidad del linaje. Las normas sociales restringieron el deseo y la autonomía de las mujeres, marginando su voz en las narrativas fundacionales, que raramente se registraron por escrito desde su perspectiva. Aunque figuras como Enheduanna representan excepciones tempranas de voces femeninas registradas por escrito, que desafiaron la narrativa patriarcal dominante, la mayoría de estas narrativas fueron moldeadas por perspectivas masculinas, dejando escasos registros escritos desde la perspectiva femenina.
Este reordenamiento, inicialmente adaptativo en un contexto de amenaza constante y presión ecológica, fue posteriormente malinterpretado por las estructuras culturales como una ley natural, fija y universal. Lo que fue una respuesta flexible a las condiciones de supervivencia terminó siendo fosilizado en forma de roles rígidos, legitimados por cosmovisiones simbólicas que más tarde se institucionalizaron como religiones, doctrinas morales y sistemas de poder. Así nació el patriarcado, como sedimentación evolutiva de estructuras que buscaban eficiencia y estabilidad en medio del caos, pero que olvidaron actualizarse cuando cambió el entorno. La cosificación de la mujer no fue un error, sino una consecuencia estructural de una civilización que confundió fuerza con sabiduría, control con orden, y poder con sentido. Esta estructura patriarcal se mantuvo a través de religiones jerárquicas, códigos jurídicos, narrativas míticas y prácticas simbólicas que representaban lo femenino como impuro, pasivo, secundario o pecaminoso. El arquetipo femenino fue fragmentado: madre santa, virgen pura, esposa obediente, o bruja peligrosa. Así se evitó que la mujer habitara su totalidad simbólica, psíquica y civilizatoria. Ejemplo claro de esta distorsión simbólica es el relato teológico de diversas religiones abrahámicas que afirman que Dios creó al hombre y a la mujer con roles predeterminados y esencias separadas, como si su diferencia biológica implicara una desigualdad ontológica. La mujer fue descrita como derivada del hombre, “nacida de su costilla”, y destinada a asistirlo, servirlo o permanecer bajo su custodia espiritual. Estas narrativas, repetidas durante siglos como verdades incuestionables, han justificado sistemas enteros de exclusión simbólica, prohibiciones estructurales y violencia institucionalizada contra lo femenino. El daño de esta creencia no es solo histórico, sino psicológico y civilizatorio: ha impedido a generaciones enteras imaginar una humanidad sin jerarquías de género, ha encadenado el deseo al dogma, ha culpabilizado a la mujer por el pecado y al hombre por su pulsión. Y peor aún: ha sembrado la idea de que desobedecer esos moldes es rebelarse contra el orden divino, cuando en realidad, la única desobediencia verdadera es traicionar nuestra capacidad de actualizar la conciencia colectiva más allá de los mitos fosilizados.
Dejando de lado la consecuencia en la mujer de dicha adaptación evolutiva, la nueva humanidad arrastró consigo la memoria residual de cientos de miles de años de supervivencia: el miedo a la oscuridad (como manifestación de la amenaza invisible), al vacío (física y existencialmente), a la separación del grupo (exclusión social como sentencia de muerte), al agua profunda (predadores o ahogamiento), a los cuerpos muertos (vector de enfermedades), a lo desconocido y al rostro del otro como competencia y amenaza. Además, la reducción lumínica y la adaptación endocrina al clima conllevaron cambios hormonales como una menor producción de melatonina y modificaciones en el eje serotonina-cortisol, favoreciendo estados mentales más activos, reactivos y planificadores. Esto reforzó el pensamiento estratégico, pero también intensificó el miedo a lo diferente. Emergió la conciencia de la muerte, no como estado biológico, sino como reflejo inevitable del tiempo lineal percibido por una mente autoconsciente en estado de vulnerabilidad corporal. La supervivencia, no era solo una función fisiológica, sino una ansiedad existencial proyectada al separarnos de la linealidad cíclica de la vida. Este esquema dio forma a una serie de patrones de agresión selectiva, tribalismo territorial y miedo al otro, que se consolidaron como mecanismos adaptativos en un entorno de escasez y competencia.
Así, cuando distintas agrupaciones humanas modernos con lenguas, rituales y cosmovisiones divergentes se reencontraron tras periodos prolongados de separación evolutiva o migratoria, no se reconocieron mutuamente como variantes de una misma especie, sino como entidades radicalmente distintas: enemigos, demonios, dioses, emisarios o amenazas. Cada cultura proyectaba su cosmovisión sobre sus cuestionamientos existenciales, alimentando su imaginación con los fragmentos caóticos de lo que no podía integrar. Además, cuando estas agrupaciones humanas con desarrollos fenotípicos distintos se reencontraron tras milenios de aislamiento evolutivo y adaptación ecológica, las diferencias visibles —como el tono de piel, la estructura facial o el lenguaje corporal— activaron patrones inconscientes de identificación y desconfianza que se habían estado desarrollando en su inconsciente.
Es necesario mencionar que, una parte del Homo Sapiens Subshariano no abandonó el entorno tropical: permaneció y evolucionó dentro del hábitat que había moldeado su cognición por milenios. En lugar de reaccionar con agresión a lo impredecible, esta humanidad desarrolló estrategias de supervivencia basadas en la adaptabilidad ecológica, la cooperación relacional y una ética de convivencia con la biodiversidad. Su conocimiento profundo de los ciclos naturales, su capacidad para integrarse con el medio sin necesidad de dominarlo, y su desarrollo simbólico ligado a la fertilidad, los ritmos solares y la memoria oral, dieron lugar a estructuras culturales más abiertas, flexibles y menos obsesionadas con la conquista territorial. Esta línea evolutiva conservó patrones de interacción menos violentos, más empáticos y profundamente integrados al ecosistema, lo que más tarde sería malinterpretado como debilidad por los linajes endurecidos por la adversidad climática.
Así, al reencontrarse con los Homo Sapiens Modernos, quienes habían desarrollado estructuras más defensivas proyectaron sobre ellos una fantasía de inferioridad funcional y superioridad moral, justificando así su sometimiento y apropiación. La apertura fue confundida con debilidad; la flexibilidad, con primitivismo; y la ética comunitaria, con carencia de estructura. El 'otro' fue reducido a objeto útil o amenaza latente. Así nació la lógica del esclavismo propiciada por su inconsciente: no como perversión moral aislada, sino como extensión material de una visión jerárquica del mundo, donde la alteridad fenotípica se convirtió en justificación para la posesión del cuerpo ajeno. De este sistema se desprende también el racismo moderno, codificado no solo en leyes o instituciones, sino en los reflejos automáticos del inconsciente colectivo.
Cabe destacar que esto no implica que los Homo sapiens subsaharianos originales hayan permanecido intactos pues se mezclaron progresivamente con los linajes ya hibridados durante las olas de migración de retorno hacia África. Este fenómeno, conocido como back-migration, introdujo rasgos genéticos, cognitivos y culturales que transformaron también a las poblaciones africanas originales. Por lo tanto, terminaron heredando las estructuras psicoevolutivas del otro, que se terminarían implantando en su inconsciente colectivo, entre ellas las predisposiciones al tribalismo, a la categorización del "otro", a la violencia defensiva o expansiva, y a la mitologización del conflicto. Por ejemplo, antes de la intervención genética y cultural de otros linajes humanos, las poblaciones subsaharianas tempranas ya practicaban modelos de vida altamente cooperativos, con sistemas sociales basados en el compartir, en la oralidad simbólica, y en la conexión ritual con el entorno. Su espiritualidad era comunal, integradora y centrada en los ciclos vitales. Pero, con la intervención de culturas provenientes de Eurasia, tanto por migración como por colonización posterior, las culturas africanas modernas comenzaron a incorporar estructuras jerárquicas, religiones exclusivistas, modelos patriarcales rígidos y símbolos de poder basados en dominación, rompiendo parcialmente con los modelos anteriores de reciprocidad extendida y simbiosis con el entorno. Esta transformación fue acelerada más tarde por el contacto colonial, pero tuvo antecedentes ya en los mestizajes profundos del Paleolítico y el Neolítico.
En muchas civilizaciones colonizadas, la hegemonía cultural euroasiática, amplificada por el colonialismo, reconfiguró profundamente los patrones de atracción tanto en el imaginario femenino como masculino. La figura del "hombre blanco" se consolidó como símbolo de poder, seguridad y provisión para muchas mujeres, mientras que la "mujer blanca" fue promovida como un ideal de belleza, pureza y deseabilidad para los hombres, no por méritos intrínsecos, sino por la posición de los europeos como dominadores estructurales durante el colonialismo. Estos controlaban la tierra, los recursos económicos, la autoridad política y las narrativas culturales a través de la violencia organizada, el monopolio de religiones impuestas y el control de instituciones, textos e imágenes.
La hegemonía cultural euroasiática tuvo una influencia inmensa en la configuración global de estos estándares de belleza y patrones de atracción, promoviendo rasgos europeos como ideales de estatus y poder. Por ejemplo, en la India colonial, los británicos exaltaron la piel clara como sinónimo de superioridad para ambos géneros, mientras que en la América colonial, las representaciones artísticas y literarias de los colonizadores europeos como figuras heroicas —hombres fuertes y mujeres delicadas— contrastaban con la deshumanización de los pueblos indígenas, a menudo referidos con términos despectivos como "monos" o, en contextos específicos, "peruanas" para denigrar a las mujeres indígenas o mestizas. Este racismo estructural, arraigado en las narrativas coloniales, reforzó la supremacía de los rasgos europeos, denigrando los rasgos locales como "salvajes" o "inferiores". En contraste, en sociedades precoloniales, los estándares de belleza eran diversos: los pueblos akan del África subsahariana valoraban la robustez física y los adornos corporales, mientras que las élites mayas en Mesoamérica priorizaban modificaciones corporales como el cráneo alargado.
Este proceso de imposición cultural no fue universal ni total. Sociedades como los minangkabau de Indonesia, con su sistema matrilineal que otorgaba poder económico y social a las mujeres, o ciertas comunidades yoruba en África, con dinámicas de género más fluidas donde las sacerdotisas y líderes femeninas mantenían autoridad, resistieron parcialmente las narrativas coloniales, preservando sus propios ideales de belleza y deseabilidad. No obstante, la influencia euroasiática, a través de la literatura, el arte, la religión y la educación coloniales, reconfiguró los patrones de atracción y pertenencia en muchas regiones, desplazando modelos relacionales más horizontales o simbióticos preexistentes. La atracción humana, aunque compleja y multifacética, fue profundamente moldeada por estas dinámicas de poder, haciendo que los arquetipos del "hombre blanco" y la "mujer blanca" como figuras deseables no reflejaran deseos naturales, sino construcciones culturales impuestas que priorizaron las jerarquías coloniales sobre otras formas de valoración estética y relacional.
El concepto de "raza", como categoría biológica, carece de fundamento científico, pero su construcción social durante el período colonial y poscolonial tuvo un impacto significativo en las percepciones de atracción y jerarquía cultural. Con el surgimiento del darwinismo social en el siglo XIX, algunos intelectuales y autoridades coloniales comenzaron a jerarquizar a los grupos humanos, clasificando a los afrodescendientes, mestizos y judíos, entre otros, como supuestamente "menos evolucionados" o inferiores. Estas ideas, basadas en una interpretación errónea de las teorías de Darwin, fueron utilizadas para justificar la opresión colonial y la esclavitud, reforzando estereotipos racistas que ya habían sido moldeados por siglos de narrativas de dominación. Por ejemplo, los afrodescendientes fueron deshumanizados en tratados pseudocientíficos europeos y en propaganda esclavista que los caricaturizaba como primitivos, mientras que los mestizos en América Latina fueron marginados como "impuros" en documentos coloniales como las castas españolas. Los judíos, por su parte, enfrentaron una estigmatización histórica que se intensificó con el antisemitismo europeo, propagado en textos como los Protocolos de los Sabios de Sion (falsificación de principios del siglo XX) y en caricaturas despectivas que los representaban como avaros o conspiradores. Estas percepciones racistas, documentadas en archivos coloniales, literatura, prensa y arte de la época, no solo denigraron a estos grupos, sino que consolidaron los rasgos europeos como el estándar supremo de belleza y civilización, influyendo profundamente en los patrones de atracción globales.
El inconsciente evolucionó como una capacidad adaptativa que permitió al ser humano desarrollar una mente capaz de interpretar el entorno, planificar estrategias y anticipar acontecimientos. Esta habilidad, surgida de la necesidad de sobrevivencia, dio lugar a la conceptualización del tiempo futuro —el "hará", el "será"— permitiendo prever y prepararse para lo que estaba por venir. A través de la abstracción simbólica, el inconsciente comenzó a esbozar un rudimentario autoconocimiento, proyectando posibilidades en un marco temporal prospectivo. La imaginación, como función emergente de esta abstracción simbólica, permite explorar lo desconocido mediante analogías, proyecciones y metáforas, transformando lo incomprensible en narrativas accesibles. Esta capacidad, surgida como adaptación evolutiva, actúa como una estrategia cognitiva para predecir, anticipar y facilitar la supervivencia en entornos inciertos.
Por otro lado, durante la transición al sueño, el cerebro entra en un estado hipnagógico donde procesa fragmentos de información aparentemente aleatorios, formando un "collage" de pensamientos automáticos sin un propósito claro. Este fenómeno, propio de la actividad inconsciente, contrasta con la imaginación consciente, que construye escenarios de manera deliberada. En el inconsciente, la imaginación actúa de manera espontánea, generando asociaciones que escapan al control voluntario de la conciencia. Durante el sueño, el inconsciente toma el control, tejiendo un entorno onírico donde el ego consciente, desprovisto de su dominio habitual, se convierte en un "avatar" dentro de este mundo contextual. Al dormir, el sistema nervioso somático, responsable del control voluntario del cuerpo, se desactiva parcialmente, permitiendo que el inconsciente dirija la experiencia onírica, donde el ego no controla el cuerpo físico, sino que interactúa como un personaje dentro del sueño.
El inconsciente, en su arquitectura funcional, opera como un motor de simulación, comparable a una forma de inteligencia artificial biológica. Este sistema procesa patrones de información antes de que el consciente los perciba, integrando recuerdos, experiencias sensoriales, traumas y observaciones del individuo. A través de esta integración, el inconsciente identifica conceptos clave y establece conexiones entre ellos para generar escenarios internos, como los sueños. En estos, el inconsciente construye mundos aparentemente caóticos basados en fragmentos de información, donde la conciencia se proyecta en un "avatar" ficticio que experimenta realidades simuladas, sin acceso directo a la memoria autobiográfica completa, sino a una versión momentánea y contextual de los recuerdos. Estos ensayos oníricos cumplen una función adaptativa: permiten al organismo anticiparse a posibles amenazas, oportunidades o conflictos mediante simulaciones de versiones ficticias de sí mismo. Aunque a menudo parecen desordenados, los sueños desempeñan un rol homeostático, preparando a la psique para enfrentar lo improbable. Esta capacidad anticipatoria del inconsciente ha sido crucial en la evolución de la mente humana.